Mi padre Angiolo Tista Martorella, nació el 2 de Julio de 1925 en Poggio en el Comune di Marciana, y era hijo de Aristide Martorella.
Emigra a la Argentina en 1949, dejando su Isla d’Elba, para dirigirse al continente italiano, Piombino, y desde allí en tren hasta Génova donde se embarcara en la nave hacia América.
Partió el 6 de diciembre de 1949, tardando 24 días en surcar el océano Atlántico pasando por el mítico Gibraltar e Islas Canarias y su afamado Puerto de Tenerife.
Su oficio era scalpellino (picapedrero) y manos que seguramente temblarían al subir al traghetto (piróscafo) tras el abrazo de despedida de sus padres, dejando atrás los sonoros campaniles pueblerinos.
Con la retina impregnada de las bellas montañas de la Isla d’Elba bañadas por el Tirreno en el Archipiélago Toscano; las montañas donde en su infancia y juventud llevara a pastorear las cabras de la familia que los alimentaran con sus quesos y ricotas; montañas excavadas para extraerle su hierro transformado en material bélico por los nazis y en cuyas minas Angiolo trabajara de noche como reemplazo de u padre Aristide, después de recorrer sus caminos de cornisa y pianuras en bicicleta.
Finalmente, el 30 de diciembre, llegó mi padre con su valija al puerto de Buenos Aires, con 5 liras en el bolsillo y un abrazo preparado para su tío Tista (Giovanni Battista Martorella) que había emigrado de la isla en 1913 con su esposa Vittoria y sus 3 primeros hijos, entre ellos Lida quien fuera mi amada y admirada madrina de bautismo.
Ocho meses vivió mi padre en casa de su tío Tista en la Boca, agradecido hasta el último día de su vida por la comida y las atenciones prodigadas por su prima Lida quien, a pesar de ser madre de 3 hijos, lo asistía en la higiene de su ropa y su habitación.
Ocho meses trabajó mi padre en la fábrica textil Alpargatas, el puesto que su tío Tista le había conseguido; trabajo con el que pudo ahorrar lo suficiente para alquilar una casa en Avellaneda para mi nonno Aristide y mi nonna María (Filomena Montauti, descendiente de la Contea di Montauto, cercano a Arezzo); ahorros que alcanzaron, además, para un traje nuevo para mi tío Benito, el menor de los hermanos de mi padre.
Ocho meses trabajó mi padre en la Alpargatas hasta que llegaron sus padres y su hermano a la Argentina, y entonces decidiera cambiar nuevamente a su oficio de scalpellino (picapedrero) laborando en marmolerías importantes como la Campolonghi en Buenos Aires; para luego probar suerte en las canteras de Mar del Plata en 1952, justo el año en que mi madre, quien residía en esta ciudad, se mudara con su familia paterna a Avellaneda, donde finalmente, el 16 de julio de 1955, se conocieran gracias a las largas colas en las panaderías para comprar el pan que también en Argentina escaseaba por entonces.
Pero no se encontraron ellos en la panadería, sino que lo hicieron la cuñada de mi padre, Mirella, y una prima de mi madre, Carmelina: celestinas incorregibles que signaron el destino de estos dos jóvenes isleños del Tirreno, por entonces ambos inmigrantes habitantes de Avellaneda.
Un año y medio después, estos dos isleños celebraron su matrimonio en la iglesia San Juan Evangelista de la Boca, el 1º de diciembre de 1956, y se radicaron en una humilde pero pulcra vivienda en Florencio Varela, vivienda que mi padre fue construyendo a lo largo de su vida embelleciéndola con los dones naturales de los mármoles y el granito con los que desarrollaba su oficio, rememorando la fortaleza de las construcciones de su tierra y hasta sus tradiciones como los pesebres navideños…
También mi tío Benito se casó en estas tierras americanas, pero “por poder”, con Mirella Galli, con quien, junto a sus dos hijos argentinos, Cristina y Claudio, regresara a la Isla d’Elba en marzo de 1963, meses antes del fallecimiento inesperado de mi nonno Aristide, el 4 de octubre, deceso que decidió a mi dulce nonna María a regresar ella también a Italia donde la esperaban sus otros 5 hijos: Tista, Umbertino, Pasqualino, Gina y Benito, sumados a sus otros 10 nietos.
Por esta razón, mi padre, quien no se animó a seguir la estela marina que Benito y su madre dejaran tras de sí, se quedó en Argentina como único representante de su familia, conmigo, su única hija, como su simiente, como el puente que él me enseñara a establecer a través de la pluma y el tintero: la palabra, primero en los “saluti e baci” en cartas que tardaban meses en llegar a su destino itálico; ahora en los relatos de tantas historias conmovedoras de los que se atrevieron a enfrentar la adversidad y nos legaron su modo optimista y su cultura del esfuerzo.
Sólo una vez se animó mi padre a regresar a su Isla en 1991, la isla del exilio de Napoleón, para redescubrirla pujante y llena de alegría, con escasos viñedos cultivados, favorecida por el turismo internacional, fascinado por sus bellezas naturales; para descubrir el paso del tiempo en sus hermanos, sus sobrinos y sus coetáneos; para descubrir que aún permanecía vivo en el recuerdo de quienes lo seguían extrañando, amando…
Ana María Martorella