Origine dei Cognomi delle Famiglie Toscane a Mar del Plata


El siguiente proyecto fue presentado a la Región Toscana, con el objetivo de indagar sobre las historias de la inmigración de familias toscanas a la Argentina y su radicación en la ciudad de Mar del Plata.

Además de esta publicación, se han desarrollado conferencias sobre la Inmigración Toscana en Mar del Plata en la Feria del Libro a fines del año 2009

Textos de las conferencias

Conferencia I: El Equipaje Invisible
por Ana María Martorella

En 2007, al fallecer mi madre, Rosaria Greco, siciliana de Siracusa, revisando mi casa paterna, encontré bien guardada en un placard una pequeña valija de cartón marrón, que enseguida reconocí como la que mi padre, Angiolo Tista Martorella, nacido tardíamente el 2 de Julio de 1925 en Poggio en el Comune di Marciana, tantas veces me contara que había sido su única posesión al emigrar a Argentina en 1949.
Y digo que se demoró en nacer porque, o mi nonno Aristide (quien hasta trabajara en Etiopía durante el mandato del Ducce) se anticipó a reconocerlo profetizando otro vástago varón; o el dueño del bar encargado de los registros del pueblo no tenía un calendario actualizado, y por eso se halla inscripto el 1º de julio el nacimiento de mi padre.
Y fue tan solo con esa pequeña valija de cartón marrón, forrada en su interior con papel estampado en verde y blanco, que dejó su Isla d’Elba mi padre, para dirigirse al continente italiano, Piombino, y desde allí en tren hasta Génova donde se embarcara en la nave hacia América.
Fue esa valija marrón la que portara sus escasas  pertenencias personales en aquel barco que, habiendo partido el 6 de diciembre de 1949, tardara 24 días en surcar el océano Atlántico pasando por el mítico Gibraltar e Islas Canarias y su afamado Puerto de Tenerife.
Hoy, la misma valija yace en el desván de mi propia casa marplatense guardando los recuerdos invisibles de la juventud de mi padre y sus despedidas, uno de los verdaderos tesoros heredados del que no puedo desprenderme.
Al abrir después de tanto tiempo aquella valija vacía, brotaron lágrimas de emoción y melancolía en mis ojos, al imaginar la incertidumbre y la esperanza combinados que la misma había transportado en las manos encallecidas de scalpellino (picapedrero) de mi padre; manos que seguramente temblarían al subir al traghetto (piróscafo) tras el abrazo de despedida de sus padres, dejando atrás los sonoros campaniles pueblerinos.
Imagino a mi padre con su traje dominguero oscuro, la camisa blanca y de corbata, contemplando, por la ventanilla del compartimento del tren, la campiña italiana bordeando la costa tirrena; campiña apenas recuperándose de la devastación de la salvaje Segunda Guerra Mundial; la misma campiña que creía ver por primera y última vez.
Sólo ahora, en mi madurez, alcanzo a comprender los motivos de sus temores a regresar a su isla natal, cuando mi padre decía: “para qué volver si después me tengo que despedir otra vez?!”. ¡Cuánto sufrimiento provoca el desarraigo después de tanto miedo a morir en un instante por el peso de una bomba arrojada por enemigos que al final de la guerra, paradójicamente, aparecieron como aliados salvadores!
Claro que aquella valija alcanzaba para llevar lo necesario para huir del hambre y otras tantas miserias, con la retina impregnada de las bellas montañas de la Isla d’Elba bañadas por el Tirreno en el Archipiélago Toscano; las montañas donde en su infancia y juventud llevara a pastorear las cabras de la familia que los alimentaran con sus quesos y ricotas; montañas excavadas para extraerle su hierro transformado en material bélico por los nazis y en cuyas minas mi padre trabajara de noche como reemplazo de mi nonno Aristide, después de recorrer sus caminos de cornisa y  pianuras en bicicleta; las minas en las que mi padre, venciendo su propio sueño, debía evitar que se inundaran de agua activando oportunamente un motor de desagote.
¿Cuántas veces, en aquel viaje de huída del espanto, se habrán empañado los ojos de mi padre, y su retina habrá guardado imágenes borrosas de aquel panorama toscano que se deslizaba ante él al paso del tren?! ¿Cuántas veces habrá blasfemado mi padre en aquel viaje cada vez que el barco se balanceaba por la brutal fuerza de las olas durante las tormentas?! ¡Cuántas veces ví a mi padre desesperarse por el viento huracanado, en mi infancia y mi juventud, porque creía que provocaría la voladura del techo de nuestra casa!
Hoy sé que seguramente aquel viento semejaría el rumor de los aviones bombarderos enemigos sobrevolando su pueblo, San Piero, durante los apagones programados para hacerse invisibles en la oscuridad de la noche.
Hoy sé que seguramente aquel viento re-evocaría el rugir de las olas que cruzaban de babor a estribor y agitaban la nave cuya cubierta, a sus 24 años, mi padre recorría con otro joven desafiando la fuerza furiosa del mar.
Así crecí yo con los relatos de la calma de la vida isleña alternando con los fantasmas de la guerra atroz que mi padre me enseñó a detestar. Una guerra de tessere (cuotas alimentarias) de 100 gramos de pan por persona, de escaso aceite, y la escasez de otros productos indispensables para sobrevivir.
Y así llegó, en el último tramo de su travesía, la valija de cartón marrón a Montevideo donde, cual postino (cartero), mi padre entregara cartas sin sellos a una familia de compatriotas emigrados con anterioridad.
Finalmente, el 30 de diciembre, llegó mi padre con su valija al puerto de Buenos Aires, con 5 liras en el bolsillo y un abrazo preparado para su tío Tista (Giovanni Battista Martorella) que había emigrado de la isla en 1913 con su esposa Vittoria y sus 3 primeros hijos, entre ellos Lida quien fuera mi amada y admirada madrina de bautismo.
Ocho meses vivió mi padre en casa de su tío Tista en la Boca, agradecido hasta el último día de su vida por la comida y las atenciones prodigadas por su prima Lida quien, a pesar de ser madre de 3 hijos, lo asistía en la higiene de su ropa y su habitación.
Ocho meses trabajó mi padre en la fábrica textil Alpargatas, el puesto que su tío Tista le había conseguido; trabajo con el que pudo ahorrar lo suficiente para alquilar una casa en Avellaneda para mi nonno Aristide y mi nonna María (Filomena Montauti, descendiente de la Contea di Montauto, cercano a Arezzo); ahorros que alcanzaron, además, para un traje nuevo para mi tío Benito, el menor de los hermanos de mi padre.
Ocho meses trabajó mi padre en la Alpargatas hasta que llegaron sus padres y su hermano a la Argentina, y entonces decidiera cambiar nuevamente a su oficio de scalpellino (picapedrero) laborando en marmolerías importantes como la Campolonghi en Buenos Aires; para luego probar suerte en las canteras de Mar del Plata en 1952, justo el año en que mi madre, quien residía en esta ciudad, se mudara con su familia paterna a Avellaneda, donde finalmente, el 16 de julio de 1955, se conocieran gracias a las largas colas en las panaderías para comprar el pan que también en Argentina escaseaba por entonces.
Pero no se encontraron ellos en la panadería, sino que lo hicieron la cuñada de mi padre, Mirella, y una prima de mi madre, Carmelina: celestinas incorregibles que signaron el destino de estos dos jóvenes isleños del Tirreno, por entonces ambos inmigrantes habitantes de Avellaneda.
Un año y medio después, estos dos isleños celebraron su matrimonio en la iglesia San Juan Evangelista de la Boca, el 1º de diciembre de 1956, y se radicaron en una humilde pero pulcra vivienda en Florencio Varela, vivienda que mi padre fue construyendo a lo largo de su vida embelleciéndola con los dones naturales de los mármoles y el granito con los que desarrollaba su oficio, rememorando la fortaleza de las construcciones de su tierra y hasta sus tradiciones como los pesebres navideños…  
También mi tío Benito se casó en estas tierras americanas, pero “por poder”, con Mirella Galli, con quien, junto a sus dos hijos argentinos, Cristina y Claudio, regresara a la Isla d’Elba en marzo de 1963, meses antes del fallecimiento inesperado de mi nonno Aristide, el 4 de octubre, deceso que decidió a mi dulce nonna María a regresar ella también a Italia donde la esperaban sus otros 5 hijos: Tista, Umbertino, Pasqualino, Gina y Benito, sumados a sus otros 10 nietos.
Por esta razón, mi padre, quien no se animó a seguir la estela marina que Benito y su madre dejaran tras de sí, se quedó en Argentina como único representante de su familia, conmigo, su única hija, como su simiente, como el puente que él me enseñara a establecer a través de la pluma y el tintero: la palabra, primero en los “saluti e baci” en cartas que tardaban meses en llegar a su destino itálico; ahora en los relatos de tantas historias conmovedoras de los que se atrevieron a enfrentar la adversidad y nos legaron su modo optimista y su cultura del esfuerzo.
Sólo una vez se animó mi padre a regresar a su Isla en 1991, la isla del exilio de Napoleón, para redescubrirla pujante y llena de alegría, con escasos viñedos cultivados, favorecida por el turismo internacional, fascinado por sus bellezas naturales; para descubrir el paso del tiempo en sus hermanos, sus sobrinos y sus coetaños; para descubrir que aún permanecía vivo en el recuerdo de quienes lo seguían extrañando, amando…
    

Conferencia II: Cuando “Coppi” colgó la Bicicleta
por Ana María Martorella
Hubo dos “Coppi” en el mundo, pero sólo unos pocos lo saben.
Uno, Fausto, anduvo por el mundo cosechando trofeos hasta en la Isla d’Elba.
El Otro, Aldo Rossi, apodado “Coppi”, fue famoso en Sudamérica sólo entre sus amigos y familiares, y no ganó el Giro de Italia pero sí la Doble Miramar en 1949; aunque salió casi último en la Doble Tandil.
Aldo se entrenaba después de trabajar de albañil, en su Legnano de carretera hasta 1951 en que colgó la bicicleta, y se fue a su tierra natal: Cerageto.
Aldo había nacido en la Provincia de Lucca, en el Comune de Castiglione Carfagnana; pero al año y medio de edad, en 1929, llegó a la Argentina con sus padres, Giuseppe Rossi y Emilia Separati, directamente a Rosario, donde residió hasta 1934 cuando falleció su madre, de un accidente cerebral, y regresó a Italia con su papá y su hermano mayor, Giovanni, a Cerageto a vivir con la nonna paterna Geltrude.
Su padre, de oficio albañil, en 1936 desposó entonces a Delia Pioli, una brava mujer quien lo crió como una madre junto a su hermano; hasta que en el ’37, Giuseppe y su hijo mayor, partieron nuevamente hacia la Argentina.
De niño, Aldo vivió en casa de los padres de Delia ocupándose de las cabras y de las ovejas en las montañas, por la tarde, después de la escuela en Cerageto; aunque la Elemental la completó en Castiglione caminando 12 kilómetros al día a pie ida y vuelta de su casa junto a sus coetaños del pueblo.
Pero Aldo no pudo regresar a la Argentina y reencontrarse con su padre hasta 1947 debido al estallido de la Segunda Guerra en 1939.
Durante aquel terrible período bélico mundial, vivió Aldo su infancia intercambiando harina de castañas por sal en Vagli, y sal por grano en otro pueblo lejano, atravesando asustado el puente de 200 metros hacia Poggio en medio de los bombardeos.
Durante aquel período de tiempo, las familias se escapaban de las ciudades hacia las campañas donde se refugiaban en casas de campesinos. Así fue que el Ingeniero Pighini de Castelnuovo y el Doctor Morganti de Cerageto se alojaron en casa de los padres de su madrastra Delia, para luego regresar, al final de la guerra, a sus pueblos de origen donde hallaron sus viviendas destruidas.
Y fue al final de la guerra que el Ingeniero Pighini le ofreció trabajo a Aldo como peón en su empresa constructora de casas, puentes y calles. Trabajó 9 meses Aldo en esta empresa a la que llegaba a pie caminando 12 kilómetros al día, hasta enero de 1946.
Trabajó entonces Aldo de leñador en la montaña desde el alba hasta el crepúsculo para hacer carbón de leña.
En abril de 1947 inició sus trámites para obtener el pasaporte para viajar a Argentina, y justo entonces le comunicaron la necesidad de cumplir previamente con el servicio militar, del que pudo prescindir debido al agradecimiento del Coronel Paolo Morganti, hijo del Doctor Morganti quien fuera refugiado en casa de los padres de Delia. 
Y así se concretó el anhelado viaje de regreso a Argentina, de 21 días de duración desde Génova, en el barco francés “Campana”, junto a Delia, hasta Buenos Aires.
Feliz fue el reencuentro con su padre y su hermano Giovanni!, el 11 de noviembre de 1947 en el Puerto de Buenos Aires, para juntos dirigirse a Mar del Plata donde numerosos paisanos, originarios de Cerageto y otros pueblos vecinos, fueron a saludarlo al igual que sus tíos Ettore y Dolores, la cuñada Celia con las hijas Celina y Mirta.
Y aquí, en la Costa Atlántica, Aldo continuó con su oficio de peón junto a su padre hasta transformarse en albañil constructor de casas hasta finales de 1949, año en que se desempeñó como ascensorista del Hotel Riviera del toscano Borlenghi hasta 1950, cuando pasó a trabajar como camarero.  
Sin embargo, en el ’51 Aldo regresó a Italia y allí conoció a Liliana Pioli con quien se casó de inmediato antes de partir para Argentina, después de 5 meses de permanencia, ya que de lo contrario debería cumplir con el servicio militar pendiente.
Pero no fue hasta septiembre de 1952 que pudo recibir a su esposa en su hogar de Mar del Plata, después de 10 meses de separación, para así abandonar sus sueños de ciclista y cambiarlos por el de amante esposo durante 58 años.
Fueron tristes para Liliana los primeros tiempos por la distancia y la soledad lejos de su familia paterna, hasta que, a finales del ’53, su soledad menguó con la llegada del primogénito Eduardo.
Mientras tanto, Aldo continuaba trabajando de camarero en el Hotel en verano y de albañil en invierno hasta que en el ’59 consiguió un trabajo permanente en un restaurante gracias al que pudo construir su actual vivienda en el ’63.
Pero la nostalgia se llevó a Liliana y a Eduardo a Italia en 1967, durante 9 meses mientras Aldo sólo pudo viajar por 3 meses debido a sus obligaciones laborales.
El ’69 fue un año pródigo en alegrías: nació Marcelo! Y al mismo tiempo Aldo, junto a otros 4 mozos, pudo comprar una casa con un local que transformaron en restaurante, “La Romana”, donde tuvieron hasta 45 empleados en aquel primer verano. Hasta invitaron al equipo Italiano en el Mundial ’78! Pero las crisis llegaron, y en el 2000 debieron cerrarlo gracias a los efectos inflacionarios…
Pero a Aldo el trabajo y su familia no le alcanzaban para olvidar sus orígenes toscanos, por eso en 1988 junto a otros compatriotas fundaron la “Famiglia Toscana” ocupando el puesto de Prosecretario en la primera Comisión Directiva hasta 1993 en que falleció su Presidente, Angelo Benedetti, por lo que Aldo fue electo como Presidente debiendo renunciar a su otro cargo en la “Asociación Lucchesi nel Mondo”.